Sabemos lo importante que es que nuestros hijos tengan una imagen sólida de sí mismos, la de hoy y también para cuando crezcan, para elegir amigos, parejas, incluso jefes, para poder esforzarse sin rendirse ante los inevitables contratiempos de la vida, para enfrentar o alejarse de situaciones abusivas, para no buscar todo el tiempo éxitos ni medirse sólo por los resultados obtenidos, etc.. Especialmente hoy en que niños, adolescentes y adultos parecen confundir su valor con su imagen, lo que son con lo que tienen (ropa, objetos, cantidad de amigos o de likes de las redes sociales) o con lo que hacen (programas, viajes, rendimiento académico o deportivo).

¿Qué tipos de actitudes de los padres los ayudan en esta importante y ardua tarea?

Padres con una autoestima adecuada piden menos a sus hijos porque no los necesitan perfectos para sentirse valiosos ellos mismos (¡fortalezcamos nuestra autoestima si flaquea!).

Padres que buscan tener éxitos propios en diversos temas más allá de los hijos para no cargarlos con la responsabilidad de ser su único o principal «proyecto» personal.

Padres que miran hacia adentro y confían en lo que su mundo interno les señala (en lugar de buscar la aprobación del mundo externo, incluso de los mismos hijos) porque son modelo de identificación para sus hijos.

Padres con capacidad de empatía, que validan pensamientos, deseos, sentimientos, emociones de sus hijos, aunque de todos modos pongan límites a algunas conductas o expresiones verbales.

Padres con expectativas adecuadas, los chicos se desaniman cuando nada nos alcanza y se sienten no queridos o abandonados cuando no esperamos nada de ellos.

Padres que educan y exigen en una medida razonable, no pidenantes de lo esperable -no muy fácil con el primer hijo por nuestra inseguridad y por falta de experiencia, en cambio con el último todos corremos el riesgo de pasarnos al otro extremo-, tampoco piden más de lo esperable o posible para ese hijo en ese momento vital.

Padres que pueden separar la conducta de la persona de sus hijos, logrando no definir a los chicos como «bruto» por un empujón, como «irrespetuoso» ante una respuesta inadecuada, como «torpe» porque volcó un vaso, como «malo» porque le pegó al hermanito. Nuestros hijos son mucho más que sus acciones o palabras: todo se puede pensar o sentir (persona) aunque no todo se puede hacer (conducta): usemos menos adjetivos (inútil, torpe, pero también divino, responsable) que catalogan a su persona entera por alguno de sus actos. Acostumbrémonos a usar en cambio verbos, acciones, para ocuparnos de la conducta (caminá más despacio para no caerte, qué bien te peinaste), así la persona queda resguardada, separada, de las conductas del niño.

Padres que no comparan a sus hijos entre ellos ni con otros niños, las comparaciones los impulsan a mejorar, pero lesionan la autoestima.

Padres que no los llevan a competir antes de tiempo y favorecen el juego libre y los juegos de cooperación (evolutivamente anteriores a la competencia).

Padres que no piden éxitos y resultados, sino que valoran el esfuerzo, el interés, el entusiasmo, la curiosidad, los ensayos e intentos, que entienden los errores y fracasos como partes necesarias e inevitables de la vida y del crecimiento y pueden acompañarlos sin derrumbarse ellos ni enojarse con los hijos.

Padres que ofrecen un amor incondicional que habilita a los chicos a mirar hacia adentro y buscar lo que realmente desean, sienten, piensan, sin sentir culpa o miedo a perder el amor de sus padres, o de hacerlos enojar o de desilusionarlos o entristecerlos. Confiando en que no se van a burlar, ni los van a humillar, ni rechazar: así los hijos no necesitan defenderse (negando reprimiendo, buscando un culpable) ni derrochar energía vital en el proceso.

Padres que revisan sus autoexigencias (seguramente les pidamos a ellos en la misma medida en que nos exigimos a nosotros mismos).

Padres que no piden a sus hijos que hagan aquello que ellos no pudieron hacer, tampoco imponen lo que sí hicieron como único camino valioso.

Padres que no compiten con los hijos cuando llegan a la adolescencia, les dejan espacio para ser adolescentes en su estilo de vida: la ropa, los horarios, la música, los intereses, los programas. Se interesan por los temas de los hijos sin hacerlos propios.

Para terminar, padres que se despiden con dolor de los hijos que hubieran querido tener y aceptan los hijos reales, ¡tan perfectamente imperfectos como ellos mismos!

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